Las palabras siempre suelen viajar de boca en boca con cierto sosiego y arropadas por un ambiente relajado. Pero las que hoy os invito a leer en este post son palabras con solera y con cierto poso acumulado durante más de 30 años en la memoria a largo plazo de un inocente niño de EGB.
Un viaje a través de las palabras
Lo que os cuento en este post es uno de esos aprendizajes que solo descubres con el paso de los años.
Todo sucedió una tarde de confinamiento en casa con mi familia. Como casi siempre hago al finalizar todos los post que escribo, acudí a la habitación donde se encontraba una de mis compañeras de viaje para conocer su impresión sobre el nuevo artículo que había escrito.
Mientras ella leía y repasaba el texto yo inicié una tímida regresión que me llevó a mi niñez. Fue precisamente esa escena de un hombre al lado de una mujer a la que había entregado su trabajo para revisar, la que provocó el chispazo para que una neurona acudiese a rescatar, en las profundidades del cerebro, un empolvado pero bonito recuerdo.
Mi cuerpo estaba situado a escaso un metro de ella, con la mirada perdida hacia el gran ventanal de la habitación. Mi mente había viajado al pasado. Estaba presenciando uno de esos momentos de la vida en la que el cerebro te enseña, una vez más, lo qué es capaz de hacer.
Pronto pude sentir en mi piel ese momento, ese instante…viajando a un aula de 5ª de EGB en el Colegio Público de Vite en Santiago de Compostela. Sentí el olor de la clase, una mezcla de olor a pinturas, tiza, témperas, mapas gigantes y barro, vi los rayos de sol colándose por los pequeños orificios de las persianas y visualicé desde la mesa de la maestra a compañeros de clase que hacía años que no recordaba.
Detrás de un niño curioso siempre hay una buena maestra
Yo estaba allí, al lado de mi maestra, a la derecha de su pupitre, mirando hacia la clase y de espaldas al encerado. Ella tenía mi trabajo en sus respetables manos de maestra, manos que denotaban cierto bagaje en el mundo de la docencia y en las que seguramente habían reposado cientos de documentos y libros. Allí estaba corrigiéndolo y diciéndome cómo mejorarlo con muy buenas palabras.
Fueron precisamente esas palabras de ánimo, sin halagos en exceso ni reproches, las que me alentaban a dar siempre lo mejor de mí. Nunca tuvo una mala palabra, aunque el trabajo no fuera lo que ella había pedido o esperaba, siempre aportaba ideas para mejorarlo.
Yo, por aquel entonces, como un niño inocente e iluso, jamás tuve la sensación de haber fallado a la profesora ni de haber realizado un mal trabajo. Disfrutaba de todos los contenidos abordados en las diferentes materias. Aprender siempre era un placer y, por aquel entonces, esa maestra había despertado mi curiosidad que me invitaba a viajar a través de la lectura más allá de la frontera de la escuela y el hogar. Rompía sus muros de carga y estaba receptivo a nuevos aprendizajes en cualquier lugar, a cualquier hora y con cualquier persona.
Hoy me doy cuenta que esa maestra fue capaz no solamente de abrir mi corazón, sino entrar en mi mente. Inhibiendo cualquier reacción negativa al escuchar palabras como libro, cuaderno, deberes o estudiar.
Incluso me hacía sentir capaz, competente, un niño que valía la pena. Lo que hoy se conoce como autoestima.
Las palabras de una maestra pueden hacer mucho daño pero también pueden hacerte viajar en el tiempo 30 años y traerte a tu vida actual una fotografía que no sabías que tenías guardada. Ahí está el verdadero poder de las palabras y la importancia del maestro.
Quise agarrar su brazo con mis dos manos y mirarle fijamente a los ojos para agradecerle sus buenas palabras, siempre tan cuidadas y puras, sembradas con miles de sueños e ilusiones por cumplir.
Pero me desperté de pie frente a la ventana y la voz de mi mujer comentando un par de sugerencias para mejorar el post.
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