Siempre quisieron tener uno de esos niños risueños que dan los buenos días cada mañana y obedecen a la primera. María y Manuel son mileuristas de tipo B, sí, de los que tienen garantizado cada mes su Gin Tonic con aderezo del Mercadona y su pase anual para acudir al estadio de la ciudad.
Una vez, María había escuchado a una sabia anciana con un llamativo cutis de seda, cuando Samuel tenía 2 años, que la mejor educación de un niño estaba en los centros educativos privados. Samuel tiene constantemente rabietas y discusiones con sus padres, parece un niño inconformista con el mundo, como si fuese a contracorriente y cualquier cosa considerada como normal, Samuel no la entiende y aplica sus propios principios ganados a pulso fruto de su interacción con el mundo y su experiencia acumulada hasta la fecha.
Sus progenitores encontraron un día un gran tesoro en el Fnac de su ciudad, era un libro con portada blanca cuyo título decía «Deja que tu hijo tome sus decisiones y verás como tu vida gana felicidad». Tras su lectura, María y Manuel aplicaron lo aprendido con el libro en una de esas rabietas de niño que pasan a la historia. Samuel se había atrincherado en la cocina con la puerta cerrada y gritando a su madre que no quería salir de allí hasta que le diese un bocadillo con mucha mantequilla y extra de azúcar. Sus padres le habían advertido que hasta que no recogiese su habitación no podría merendar, sin embargo el libro le había cambiado su forma de pensar, y en ese instante fue cuando Manuel dijo con voz cariñosa, Samuel no te preocupes, puedes merendar cariño, puedes hacerte tu mismo el bocadillo echando la cantidad de mantequilla y azúcar que quieras, mamá y papá sólo quieren que seas feliz. A los pocos segundos, tras usar un pequeño taburete como objeto intermediario para alcanzar la mantequilla ubicada en la nevera, se oyó un fuerte ruido en la cocina, Manuel asomó su cara entre la pequeña apertura de la puerta y pudo comprobar como reposaban por todo el suelo de la cocina, trozos de cristal con mermelada de mora de la vieja fábrica, Samuel se puso a llorar y a gritar de forma más contundente que antes, mientras miraba fijamente a los ojos de Manuel y le transmitía un claro mensaje corporal, no papá, esta tampoco es una buena forma de educar.
A la mente de María acudía nuevamente un pensamiento dudoso sobre qué había pasado en el colegio, ella pensaba que los docentes del colegio tenían que educarlo, pero tenía la creencia que a su hijo lo habían dejado de lado y no lo habían educado tan bien como al resto de los niños.
Un día hallaron en una farola una vieja nota que ponía «Escuela de padres. Prueba la pedagogía rosa, la única que educará a tu hijo». Tardaron un día en matricularse y pagar una cuarta parte de su salario por 8 horas de enseñanza de una mujer que decía ser experta en terapias con padres. Salieron de allí con un mensaje claro «su hijo tiene que nacer y crecer entre algodones para que alcance la felicidad».
Samuel ya tenía todo lo necesario, y más, para que un niño pueda disfrutar en la vida, sus padres ya se habían encargado desde el primer día que vino al mundo de dotarlo con todos los extras, 20 regalos por reyes, 25 por su cumpleaños, televisión y dvd en la habitación, bicicleta, cometa, barca hinchable y coche teledirigido de última generación, 4 videoconsolas, 2 de ellas portátiles para los viajes en coche y 2 para casa, una en el salón y otra en la habitación,un buen teléfono móvil, tenía todas las colecciones de cartas Pokemon acabadas y algunas piezas de coleccionista. Ellos mismos se dieron cuenta que igual no le estaban dando lo suficiente, por lo que satisficieron todavía más los deseos de Samuel que se iban manifestando en cada paseo de sábado por el centro comercial, en el kiosko a la salida del colegio o a través de Amazon cuando de forma urgente requería un nuevo modelo de su juguete preferido tras ver el anuncio en televisión a las 10 de la noche.
Pese a todos estos esfuerzos, Samuel siguió siendo el mismo, con su carácter agresivo y sus rabietas, llegando incluso a decirle a sus padres en sus frecuentes discusiones que los odiaba y que no los quería. Fueron muchas las lágrimas derramadas por Manuel y María hasta tal punto que envidiaban a otros niños de matrimonios amigos cómo obedecían a sus padres a la primera. Pero Samuel era indomable, su médico de cabecera les había advertido que igual era un Trastorno del Déficit de Atención. Manuel y María pensaron en dejar uno de ellos su trabajo para poder dedicarle tiempo a Samuel, pero pronto se dieron cuenta que no lo podrían hacer porque si no no llegarían a fin de mes, con todas las facturas del colegio, fútbol, juguetes, etc.
Quizá se den cuenta algún día que lo que más necesitaba Samuel es que le devuelvan el tiempo robado de toda su infancia, ese tiempo no de cantidad de horas, sino de calidad de momentos compartidos con sus padres, y que fue suplido por objetos materiales, cuidadores y familiares. El mejor regalo que podemos darle a un niño es la buena educación, una gran carga de valores y un amor espiritual.
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